La primera parábola que me ha pasado trata de virortas y traíñas, de redes y apoyo mutuo. Y no recuerda muy bien dónde tuvieron lugar los hechos, aunque podría describir con cierta exactitud el rostro enrojecido y rugoso del pescador que le contó la historia.
Alguien había acordado hacer un paro biológico. Ya saben que existen paros parciales, paros generales y paros biológicos. No recuerdo si la idea partió del sindicato de la pesca, de la Cofradía de Pescadores o de la Unión Europea. El caso es que se prohibió pescar. Desde marzo hasta noviembre.
Las razones eran buenas y se podían resumir en una: no había peces para todos, así que de nada servía mojarse el culo. Para que el día de mañana hubiera peces, y pudieran llamarse pescados, ahora había que dejar de pescar. Y no un día ni dos, sino treinta multiplicado por diez. Ya se sabe que el que algo quiere algo le cuesta.
En el bar del puerto, alguien comentó que tenía derecho al trabajo, que a él no le iba a prohibir nadie ir a pescar, que la libertad estaba por encima de todo, que bastante había luchado él por la libertad como para que ahora cuatro listillos le prohibieran ir a trabajar, y además, que no podía permitirse el lujo de estar mano sobre mano como por lo visto le pasaba a los liberados del sindicato, al presidente de la cofradía de pescadores y a los comisarios de la unión europea.
Los pescadores jugaban al dominó y tal vez el ruido de las fichas impidió que la charla fuera seguida con interés. Alguien hizo una broma sobre la lucha por la libertad del charlatán. El camarero se mordía las uñas con un gesto de preocupación.
Parece ser que una buena noche, cuando la luna estaba más retraída, el pescador amante de la libertad cogió su barco y echó las redes. Nadie sabe lo que aquellas mallas almacenaron. Quizá poca cosa, pero no es eso lo que más importa. Cuentan los viejos del lugar que cuando salió el sol, el barco estaba ardiendo. Nadie supo decir dónde estaba el dueño de las redes. Nadie tampoco preguntó por él.
En la cantina, el camarero seguía mordiendo la uña del dedo gordo. Se hablaba poco aquel día. Jugaban al julepe y al dominó. En sus rostros cansados se veía una mezcla extraña de pesadumbre y serenidad. Antes de darse cuenta ya estaría aquí el día de todos los santos.
Así me lo contó mi señora, y así lo cuento yo.
Salud.
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